Siempre es complicado abordar asuntos signados por el dolor, la enemistad y la incomprensión. La complejidad surge cuando la sociedad queda cruzada por versiones hijas del dolor, por memorias frágiles o autocomplacientes y por una justicia incompleta. Sin embargo, debería ser más sencillo. Se trata simplemente de elegir dónde ponemos el límite como sociedad. Pensar que es una aberración dormir a un ser humano y tirarlo embolsado al río desde un avión no es de derecha ni de izquierda. Pretender que el Estado sea el principal garante del más básico derecho individual, el derecho a la vida, y no su transgresor es un valor demasiado importante como para dejarlo en manos de un solo espacio político.
En los últimos años vivimos una justa reivindicación de los derechos humanos y una autocrítica creciente en muchos de las instituciones involucradas en los años sangrientos. Está bien que así sea. Así como sin memoria el pasado más horroroso puede volver, sin capacidad crítica, sin hacernos cargo y sin replantearnos los propios valores, el pasado pesa y se convierte en un lastre que dificulta seguir avanzando.
Los derechos humanos son y deben ser una reivindicación de toda la sociedad. Debe ser el corazón de una visión sobre la política y el Estado que no identifique a un partido político sino al conjunto de los argentinos y su dirigencia. El respeto a la vida humana y a los derechos inalienables de cada individuo ya no puede ser ni promesa electoral ni bandera de una agrupación. Cuando sea la bandera de todos querrá decir que realmente aprendimos del horror pasado.
Es comprensible que los hijos del dolor queden presos del pasado, pero la obligación de las nuevas generaciones es no heredar odios, aprender del pasado, garantizar justicia hacia atrás y construir una sociedad que asegure un futuro en las antípodas de ese pasado. ¿Cómo? Fomentando una vida política plural, con respeto por el otro, diálogo e instituciones sólidas. Parecen frases hechas pero son palabras que esconden mucho de lo que nos faltó como sociedad para no llegar a esa etapa tan oscura. Si Argentina hubiese tenido algo de eso en las décadas previas, no hubiese habido un 24 de marzo en 1976.
Que el Nunca Más no sea un canto de guerra sino un grito de paz, un grito de unión, un grito de convicción hacia el futuro.
Los dejo con la canción que cierra el durísimo documental “Botín de Guerra”, de David Blaustein. Más allá de la postura que se tenga sobre aquellos años, ver esta película sirve. Y mucho.